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Posted: Thu Nov 23, 2006 12:43 am
Además de poner leyendas, historias que cuenten los ancianos del lugar o curiosidades que hayais oido por ahi, también podemos comentarlas, debatir hasta que punto son ciertas o son producto de la imaginación.
De momento serán transladadas aquí las que Erynus puso en otro topic de argumento similar.
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Posted: Thu Nov 23, 2006 12:45 am
Erynus Una historia que dedico a mi amada Amatista, es una poesia que siempre me ha gustado y una muestra de literatura española del Siglo de Oro. Ya pondre mas. Te Quiero , amor mio.
ORIENTAL de Jose Zorrilla
Corriendo van por la vega a las puertas de Granada hasta cuarenta gomeles y el capitán que los manda.
Al entrar en la ciudad, parando su yegua Blanca, le dijo éste a una mujer que entre sus brazos lloraba: "Enjuga el llanto, cristiana, no me atormentes así, que tengo yo, mi sultana, un nuevo Edén para ti. Tengo un palacio en Granada. tengo jardines y flores, tengo una fuente dorada con más de cien surtidores. Y en la vega del Genil tengo parda fortaleza, que será reina entre mil cuando encierre tu belleza. Y sobre toda una orilla extiendo mi señorío; ni en Córdoba ni en Sevilla hay un parque como el mío.
Allí la altiva palmera y el encendido granado, junto a la frondosa higuera, cubren el valle y collado. Allí el robusto nogal, allí el nópalo amarillo, allí el sombrío moral crecen al pie del castillo. Y olmos tengo en mi alameda que hasta el cielo se levantan, y en redes de plata y seda tengo pájaros que cantan.
Sultana serás si quieres que desiertos mis salones está mi harén sin mujeres, mis oídos sin canciones. Yo te daré terciopelos y perfumes orientales de Grecia te traeré velos, y de Cachemira chales. Yo te daré blancas plumas para que adornes tu frente, mas blancas que las espumas de nuestros mares de Oriente; y perlas para el cabello, y baños para el calor, y collares para el cuello, para los labios ¡AMOR!"
"¿Qué me valen tus riquezas respondióle la cristiana, si me quitas a mi padre, mis amigos y mis damas? Vuélveme, vuélveme, moro, a mi padre y a mi patria. que mis torres de León valen más que tu Granada".
Encuchóla en paz el moro, manoseando su barba. dijo, como quien medita, en la mejilla una lágrima: "Si tus castillos mejores que nuestros jardines son, y son más bellas tus flores, por ser tuyas en León, y tú diste tus amores a alguno de tus guerreros. hurí del Edén, no llores, vete con tus caballeros". Y dándola su caballo y la mitad de su guardia, el capitán de los moros volvió en silencio la espalda.
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Posted: Thu Nov 23, 2006 12:46 am
Erynus A BUEN JUEZ, MEJOR TESTIGO Tradición de Toledo
I Entre pardos nubarrones pasando la blanca luna, con resplandor fugitivo, la baja tierra no alumbra. La brisa con frescas alas juguetona no murmura, y las veletas no giran entre la cruz y la cúpula. Tal vez un pálido rayo la opaca atmósfera cruza, y unas en otras las sombras confundidas se dibujan. Las almenas de las torres un momento se columbran, como lanzas de soldados apostados en la altura. Reverberan los cristales la trémula llama turbia, y un instante entre las rocas riela la fuente oculta. Los álamos de la Vega parecen en la espesura de fantasmas apiñados medrosa y gigante turba; y alguna vez desprendida gotea pesada lluvia, que no despierta a quien duerme, ni a quien medita importuna. Yace Toledo en el sueño entre las sombras confusa, y el Tajo a sus pies pasando con pardas ondas lo arrulla. El monótono murmullo sonar perdido se escucha, cual si por las hondas calles hirviera del mar la espuma. ¡Qué dulce es dormir en calma cuando a lo lejos susurran los álamos que se mecen, las aguas que se derrumban! Se sueñan bellos fantasmas que el sueño del triste endulzan, y en tanto que sueña el triste, no le aqueja su amargura. ¡Tan en calma y tan sombría como la noche que enluta la esquina en que desemboca una callejuela oculta, se ve de un hombre que guarda la vigilante figura, y tan a la sombra vela que entre las sombras se ofusca. Frente por frente a sus ojos un balcón a poca altura deja escapar por los vidrios la luz que dentro le alumbra; mas ni en el claro aposento, ni en la callejuela oscura el silencio de la noche rumor sospechoso turba. Pasó así tan largo tiempo, que pudiera haberse duda de si es hombre, o solamente mentida ilusión nocturna; pero es hombre, y bien se ve, porque con planta segura, ganando el centro a la calle, resuelto y audaz pregunta: «¿Quién va?», y a corta distancia el igual compás se escucha de un caballo que sacude las sonoras herraduras. «¿Quién va?», repite, y cercana otra voz menos robusta responde: «Un hidalgo, ¡calle!» Y el paso el bulto apresura, «Téngase el hidalgo», el hombre replica, y la espada empuña. «Ved más bien si me haréis calle, repitieron con mesura, que hasta hoy a nadie se tuvo Iván de Vargas y Acuña.» «Pase el Acuña y perdone», dijo el mozo en faz de fuga, pues, teniéndose el embozo, sopla un silbato y se oculta. Paró el jinete a una puerta, y con precaución difusa salió una niña al balcón que llama interior alumbra. «¡Mi padre!», clamó en voz baja, y el viejo en la cerradura metió la llave pidiendo a sus gentes que le acudan. Un negro por ambas bridas, tomó la cabalgadura, cerróse detrás la puerta y quedó la calle muda. En esto desde el balcón, como quien tal acostumbra, un mancebo por las rejas de la calle se asegura. Asió el brazo al que apostado hizo cara a Iván de Acuña, y huyeron en el embozo velando la catadura.
II Clara, apacible y serena pasa la siguiente tarde, y el sol tocando su ocaso apaga su luz gigante; se ve la imperial Toledo dorada por los remates, como una ciudad de grana coronada de cristales. El Tajo por entre rocas sus anchos cimientos lame, dibujando en las arenas las ondas con que las bate. Y la ciudad se retrata en las ondas desiguales, como en prendas de que el río tan afanoso la bañe. A lo lejos en la Vega tiende galán por sus márgenes, de sus álamos y huertos el pintoresco ropaje; y porque su altiva gala más a los ojos halague, la salpica con escombros de castillos y de alcázares. Un recuerdo en cada piedra que toda una historia vale, cada colina un secreto de príncipes o galanes. Aquí se bañó la hermosa por quien dejó un rey culpable amor, fama, reino y vida en manos de musulmanes. Allí recibió Galiana a su receloso amante, en esa cuesta que entonces era un plantel de azahares. Allá por aquella torre que hicieron puerta los árabes, subió el Cid sobre Babieca con su gente y su estandarte. Más lejos se ve el castillo de San Servando, o Cervantes, donde nada se hizo nunca y nada al presente se hace. A este lado está la almena por do sacó vigilante el conde don Peranzules al rey, que supo una tarde fingir tan tenaz modorra, que, político y constante, tuvo siempre el brazo quedo las palmas al horadarle. Allí está el circo romano, gran cifra de un pueblo grande, y aquí la antigua basílica de bizantinos pilares, que oyó en el primer concilio las palabras de los Padres que velaron por la Iglesia perseguida o vacilante. La sombra en este momento tiende sus turbios cendales por todas esas memorias de las pasadas edades; y del Cambrón y Bisagra los caminos desiguales, camino a los toledanos hacia las murallas abren. Los labradores se acercan al fuego de sus hogares, cargados con sus aperos, cargados con sus afanes. Los ricos y sedentarios se tornan con paso grave, calado el ancho sombrero, abrochados los gabanes; y los clérigos y monjes y los prelados y abades, sacudiendo el leve polvo de capelos y sayales. Quédase sólo un mancebo de impetuosos ademanes, que se pasea ocultando entre la capa el semblante. Los que pasan le contemplan con decisión de evitarle, y él contempla a los que pasan como si a alguien aguardase. Los tímidos aceleran los pasos al divisarle, cual temiendo de seguro que les proponga un combate; y los valientes le miran cual si sintieran dejarle sin que libres sus estoques en riña sonora dancen. Una mujer, también sola, se viene el llano adelante, la luz del rostro escondida en tocas y tafetanes. Mas en lo leve del paso y en lo flexible del talle puede a través de los velos una hermosa adivinarse. Vase derecha al que aguarda, y él al encuentro le sale diciendo... cuanto se dicen en las citas los amantes. Mas ella, galanterías dejando severa aparte, así al mancebo interrumpe en voz decidida y grave: «Abreviemos de razones, Diego Martínez; mi padre, que un hombre ha entrado en su ausencia dentro mi aposento sabe, y así quien mancha mi honra con la suya me la lave; o dadme mano de esposo, o libre de vos dejadme.» Miróla Diego Martínez atentamente un instante, y echando a su lado el embozo repuso palabras tales: «Dentro de un mes, Inés mía, parto a la guerra de Flandes; al año estaré de vuelta y contigo en los altares. Honra que yo te desluzca con honra mía se lave, que por honra vuelven honra hidalgos que en honra nacen.» «Júralo», exclama la niña. «Más que mi palabra vale no te valdrá un juramento.» «Diego, la palabra es aire.» « ¡Vive Dios, que estás tenaz! Dalo por jurado y baste.» «No me basta; que olvidar puedes la palabra en Flandes.» «¡Voto a Dios! ¿Qué más pretendes?» «Que a los pies de aquella imagen lo jures como cristiano del Santo Cristo delante.» Vaciló un punto Martínez. Mas porfiando que jurase, llevóle Inés hacia el templo que en medio la Vega yace. Enclavado en un madero, en duro y postrero trance, ceñida la sien de espinas, descolorido el semblante, víase allí un crucifijo teñido de negra sangre a quien Toledo devota acude hoy en sus azares. Ante sus plantas divinas llegaron ambos amantes, y haciendo Inés que Martínez los sagrados pies tocase, preguntóle
«Diego, ¿juras a tu vuelta desposarme?» Contestó el mozo:
«¡Sí, juro!», y ambos del templo se salen.
III Pasó un día y otro día un mes y otro mes pasó, y un año pasado había, mas de Flandes no volvía Diego, que a Flandes partió.
Lloraba la bella Inés oraba un mes y otro mes su vuelta aguardando en vano, del crucifijo a los pies do puso el galán su mano.
Todas las tardes venia después de traspuesto el sol, y a Dios llorando pedía la vuelta del español, y el español no volvía.
Y siempre al anochecer, sin dueña y sin escudero, en un manto una mujer el campo salía a ver al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume su existencia en esperar! ¡Ay del triste que presume que el duelo con que él se abrume al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos precioso y funesto don, pues los amantes desvelos cambian la esperanza en celos que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera es un consuelo en verdad; pero siendo una quimera, en tan frágil realidad quien espera desespera.
Así Inés desesperaba sin acabar de esperar, y su tez se marchitaba, y su llanto se secaba para volver a brotar.
En vano a su confesor pidió remedio o consejo para aliviar su dolor, que mal se cura el amor con las palabras de un viejo.
En vano a Iván acudía, llorosa y desconsolada; el padre no respondía, que la lengua le tenía su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella, callando el padre severo y suspirando la bella, porque nació mujer ella y el viejo nació altanero.
Dos años al fin pasaron en esperar y gemir, y las guerras acabaron, y los de Flandes tornaron a sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y el tercer año corría: Diego a Flandes se partió, mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena, doraba el sol de Occidente del Tajo la Vega amena, y apoyada en una almena miraba Inés la corriente.
Iban las tranquilas olas las riberas azotando bajo las murallas solas, musgo, espigas y amapolas ligeramente doblando.
Algún olmo que escondido creció entre la hierba blanda sobre las aguas tendido se reflejaba perdido en su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado entre su fresca espesura daba al aire embalsamado su cántico regalado desde la enramada oscura.
Y algun pez con cien colores, tornasolada la escama, saltaba a besar las flores, que exhalan gratos olores a las puntas de una rama.
Y allá, en el trémulo fondo, el torreón se dibuja como el contorno redondo del hueco sombrío y hondo que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba el rigor de su fortuna, y así la tarde pasaba y al horizonte trepaba la consoladora luna.
A lo lejos, por el llano, en confuso remolino, vio de hombres tropel lejano que en pardo polvo liviano dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón, y llegando recelosa a las puertas del Cambrón, sintió latir zozobrosa más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero dejó ver la escasa luz por bajo el arco primero un hidalgo caballero en un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado, banda azul, lazo en la hombrera y sin pluma al diestro lado, el sombrero derribado tocando con la gorguera.
Bombacho gris guarnecido, bota de ante, espuela de oro, hierro al cinto suspendido y a una cadena prendido agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete sobre potros jerezanos de lanceros hasta siete, y en adarga y coselete diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés, gritando: «¡Diego, eres tú!» Y él viéndola de través, dijo: «¡Voto a Belcebú, que no me acuerdo quién es! »
Dio la triste un alarido tal respuesta al escuchar, y a poco perdió el sentido, sin que más voz ni gemido volviera en tierra a exhalar.
Frunciendo ambas a dos cejas encomendóla a su gente, diciendo: «Malditas viejas, que a las mozas malamente enloquecen con consejas! »
Y aplicando el capitán a su potro las espuelas, el rostro a Toledo dan, y a trote cruzando van las oscuras callejuelas.
IV Así por sus altos fines dispone y permite el cielo que puedan mudar al hombre fortuna, poder y tiempo. A Flandes partió Martínez de soldado aventurero, y por su suerte y hazañas allí capitán le hicieron. Según alzaba en honores alzábase en pensamientos, y tanto ayudó en la guerra con su valor y altos hechos, que el mismo rey a su vuelta le armó en Madrid caballero, tomándole a su servicio por capitán de lanceros. Y otro no fue que Martínez quien ha poco entró en Toledo, tan orgulloso y ufano cual salió humilde y pequeño. Ni es otro a quien se dirige, cobrado el conocimiento, la amorosa Inés de Vargas, que vive por él muriendo. Mas él, que olvidando todo olvidó su nombre mesmo, puesto que Diego Martínez es el capitán don Diego, ni se ablanda a sus caricias ni cura de sus lamentos, diciendo que son locuras de gente de poco seso: que ni él prometió casarse ni pensó jamás en ello. ¡Tanto mudan a los hombres fortuna, poder y tiempo! En vano porfía Inés con amenazas y ruegos; cuanto más ella importuna está Martínez severo. Abrazada a sus rodillas, enmarañado el cabello, la hermosa niña lloraba prosternada por el suelo. Mas todo empeño era inútil, porque el capitán don Diego no ha de ser Diego Martínez, como lo era en otro tiempo. Y así, llamando a su gente, de amor y piedad ajeno, mandóles que a Inés llevaran de grado o de valimiento. Mas ella, antes que la asieran, cesando un punto en su duelo, así habló, el rostro lloroso hacia Martínez volviendo: «Contigo se fue mi honra, conmigo tu juramento; pues buenas prendas son ambas, en buen fiel las pesaremos.» Y la faz descolorida en la mantilla envolviendo, a pasos desatentados salióse del aposento.
V Era entonces de Toledo por el rey, gobernador, el justiciero y valiente don Pedro Ruiz de Alarcón. Muchos años por su patria el buen viejo peleó; cercenado tiene un brazo, mas entero el corazón. La mesa tiene delante, los jueces en derredor, los corchetes a la puerta y en la derecha el bastón. Está, como presidente del tribunal superior, entre un dosel y una alfombra, reclinado en un sillón, escuchando con paciencia la casi asmática voz con que un tétrico escribano solfea una apelación. Los asistentes bostezan al murmullo arrullador; los jueces, medio dormidos, hacen pliegues al ropón; los escribanos repasan sus pergaminos al sol, los corchetes a una moza guiñan en un corredor, y abajo, en Zocodover, gritan en discorde son, los que en el mercado venden, lo vendido y el valor. Una mujer en tal punto, en faz de grande aflicción, rojos de llorar los ojos, ronca de gemir la voz, suelto el cabello y el manto, tomó plaza en el salón diciendo a gritos: « ¡Justicia, jueces, justicia, señor! » Y a los pies se arroja humilde de don Pedro de Alarcón, en tanto que los curiosos se agitan alrededor. Alzóla cortés don Pedro, calmando la confusión y el tumultuoso murmullo que esta escena ocasionó, diciendo: «Mujer, ¿qué quieres?» «Quiero justicia, señor.» «¿De qué?» «De una prenda hurtada.» «¿Qué prenda?» «Mi corazón.» «¿Tú lo diste?» «Lo presté.» «¿Y no te le han vuelto?» «No.» «¿Tienes testigos?» «Ninguno.» «¿Y promesa?» «¡Sí, por Dios! Que al partirse de Toledo un juramento empeno.» «¿Quién es él?» «Diego Martínez.» «¿Noble?» «Y capitán, señor.» «Presentadme al capitán, que cumplirá si juró.» Quedó en silencio la sala, y a poco en el corredor se oyó de botas y espuelas el acompasado son. Un portero, levantando el tapiz, en alta voz dijo: «El capitán don Diego.» Y entró luego en el salón Diego Martínez, los ojos llenos de orgullo y furor. «¿Sois el capitán don Diego -díjole don Pedro vos?» Contestó altivo y sereno Diego Martínez: «Yo soy.» «¿Conocéis a esta muchacha?» «Ha tres años, salvo error.» «¿ Hicísteisla juramento de ser su marido?» «No.)> «¿Juráis no haberlo jurado?» «Si, juro.» «Pues id con Dios.» « ¡Miente!», clamó Inés llorando de despecho y de rubor. «Mujer, ¡piensa lo que dices...!» «Digo que miente, juró.» «¿Tienes testigos?» «Ninguno.» «Capitán, idos con Dios, y dispensad que acusado dudara de vuestro honor.» Tomó Martínez la espalda, con brusca satisfacción, e Inés, que le vio partirse; resuelta y firme gritó: «Llamadle, tengo un testigo; llamadie otra vez, señor.» Volvió el capitán don Diego, sentóse Ruiz de Alarcón, la multitud aquietóse y la de Vargas siguió: «Tengo un testigo a quien nunca faltó verdad ni razón.» «¿Quién?» «Un hombre que de lejos nuestras palabras oyó, mirándonos desde arriba.» «¿Estaba en algún balcón?» «No, que estaba en un suplicio donde ha timpo que expiró.» «¿Luego es muerto?» «No, que vive.» «Estáis loca, ¡vive Dios! ¿Quién fue?» «El Cristo de la Vega, a cuya faz perjuró.» Pusiéronse en pie los jueces al nombre del Redentor, escuchando con asombro tan excelsa apelación. Reinó un profundo silencio de sorpresa y de pavor, y Diego bajó los ojos de vergilenza y confusión. Un instante con los jueces don Pedro en secreto habló, y levantóse diciendo con respetuosa voz: «La ley es ley para todos; tu testigo es el mejor, mas para tales testigos no hay más tribunal que Dios. Haremos.. lo que sepamos. Escribano, al caer el sol al Cristo que está en la Vega tomaréis declaración.»
VI Es una tarde serena, cuya luz tornasolada del purpurino horizonte blandamente se derrama. Plácido aroma de flores sus hojas plegando exhalan, y el céfiro entre perfumes mece las trémulas alas. Brillan abajo en el valle con suave rumor las aguas, y las aves en la orilla despidiendo al día cantan. Allá por el Miradero por el Cambrón y Bisagra, confuso tropel de gente del Tajo a la Vega baja. Vienen delante don Pedro de Alarcón, Iván de Vargas, su hija Inés, los escribanos, los corchetes y los guardias; y detrás, monjes, hidalgos, mozas, chicos y canalla. Otra turba de curiosos en la Vega les aguarda, cada cual comentariando el caso según le cuadra. Entre ellos está Martínez en apostura bizarra, calzadas espuelas de oro, valona de encaje blanca, bigote a la borgoñesa, melena desmelenada, el sombrero guarnecido con cuatro lazos de plata, un pie delante del otro, y el puño en el de la espada. Los plebeyos, de reojo, le miran de entre las capas, los chicos al uniforme y las mozas a la cara. Llegado el gobernador y gente que le acompaña, entraron todos al claustro que iglesia y patio separa. Encendieron ante el Cristo cuatro cirios y una lámpara y de hinojos un momento le rezaron en voz baja. Está el Cristo de la Vega la cruz en tierra posada, los pies alzados del suelo poco menos de una vara; hacia la severa imagen un notario se adelanta de modo que con el rostro al pecho santo llegaba. A un lado tiene a Martínez, a otro lado a Inés de Vargas, detrás al gobernador con sus jueces y sus guardias. Después de leer dos veces la acusación entablada, el notario a Jesucristo, así demandó en voz alta: Jesús, Hijo de María, ante nos esta mañana, citado como testigo por boca de Inés de Vargas, ¿juráis ser cierto que un día a vuestras divinas plantas juro a Inés Diego Martínez por su mujer desposaría? Asida a un brazo desnudo una mano atarazada vino a posar en los autos la seca y hendida palma, y allá en los aires: «¡Si, juro!» clamó una voz más que humana. Alzó la turba medrosa la vista a la imagen santa... Los labios tenía abiertos y una mano desclavada.
CONCLUSION Las vanidades del mundo renunció allí mismo Inés, y espantado de sí propio Diego Martínez también. Los escribanos, temblando dieron de esta escena fe, firmando como testigos cuantos hubieron poder. Fundóse un aniversario y una capilla con él, y don Pedro de Alarcón el altar ordenó hacer, donde hasta el tiempo que corre, y en cada año una vez, con la mano desclavada el crucifijo se ve.
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Posted: Thu Nov 23, 2006 12:47 am
Erynus Como se acerca Halloween os voy a asustar. twisted
El monte de las ánimas
(Leyenda soriana transcrita por G.A. Becquer)
La Noche de Difuntos, me despertó a no sé qué hora el doble de las campanas. Su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria.
Intenté dormir de nuevo. ¡Imposible! Una vez aguijoneada la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarlo de la rienda. Por pasar el rato, me decidí a escribirla, como en efecto lo hice.
A las doce de la mañana, después de almorzar bien, y con un cigarro en la boca, no le hará mucho efecto a los lectores de El Contemporáneo. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire de la noche.
Sea de ello lo que quiera, allá va, como el caballo de copas.
I
—Atad los perros, haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Animas.
—¡Tan pronto!
—A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración en los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte.
—¡En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme?
—No, hermosa prima. Tú ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia.
Los pajes se reunieron en alegres y bulliciosos grupos. Los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos, y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían a la comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia:—
—Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los Templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes, el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla corno solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres. Los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue a parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras. Antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería. Fue una batalla espantosa: el monte quedó sembrado de cadáveres. Los lobos, a quienes se quiso exterminar, tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte, y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos, comenzó a arruinarse. Desde entonces dicen que cuando llega la noche de Difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos. Y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria lo llamamos el Monte de las Animas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche.
La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporársele los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria.
II
Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor, iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón.
Solas dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, y absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispear en las azules pupilas de Beatriz.
Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio.
Las dueñas referían, a propósito de la noche de Difuntos, cuentos temerosos, en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste.
—Hermosa prima exclamó, al fin, Alonso, rompiendo el largo silencio en que se encontraban, Pronto vamos a separarnos, tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla, sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales, sé que no te gustan; te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío.
Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia: todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios.
—Tal vez por la pompa de la Corte francesa, donde hasta aquí has vivido se apresuró a añadir el joven. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mi gorra cautivó tu atención. ¡Qué hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres?
—No sé en el tuyo contestó la hermosa, pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo..., que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías.
El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven que, después de serenarse, dijo con tristeza:
—Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos y el tuyo entre todos; hoy es día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío?
Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra.
Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, y el zumbido del aire que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas.
Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a reanudarse de este modo:
—Y antes que concluya el día de Todos los Santos en que así como el tuyo se celebra el mío, y puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás? —dijo él, clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico:
—¿Por qué no? —exclamó ésta, llevándose la mano al hombro derecho, como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro, y después, con una infantil expresión de sentimiento, añadió:
—¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que no sé qué emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma?
—Si.
—¡Pues... se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo.
—¡Se ha perdido! ¿Y dónde? —preguntó Alonso, incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza.
—No sé... En el monte acaso.
—¡En el Monte de las Animas! —murmuró, palideciendo y dejándose caer sobre el sitial. ¡En el Monte de las Animas! —luego prosiguió, con voz entrecortada y sorda—: Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces. En la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres, y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche..., ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡Las ánimas!, cuya sola vista puede helar de terror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarlo en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que, cuando hubo concluido, exclamó en un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores.
—¡Oh! Eso, de ningún modo. ¡Qué locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de Difuntos y cuajado el camino de lobos!
Al decir esta última frase la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía; movido como por un resorte se puso en pie, se pasó la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar, entreteniéndose en revolver el fuego:
—Adiós, Beatriz, adiós, Hasta pronto.
—¡Alonso, Alonso! —dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerlo, el joven había desaparecido.
A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho que coloreó sus mejillas, prestó oído a aquel rumor que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último.
Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón, y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
III
Había asado una hora, dos, tres; la medianoche estaba a punto de sonar, cuando Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, y, a querer, en menos de una hora pudiera haberlo hecho.
—¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven, cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la Iglesia consagra en el día de Difuntos a los que ya no existen.
Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso.
Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de las campanas, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz ahogada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana.
—Será el viento —dijo—, y poniéndose la mano sobre su corazón procuró tranquilizarse.
Pero su corazón latía cada vez con más violencia, las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con chirrido agudo, prolongado y estridente.
Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y grave, y aquellas con un lamento largo y crispador. Después, un silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la medianoche; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas, que casi se siente, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad.
Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio.
Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas las direcciones, y cuando dilatándolas las fijaba en un punto, nada; oscuridad de las sombras impenetrables.
—¡Bah! —exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho. ¿Soy yo tan miedosa como esas pobres gentes cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura al oír una conseja de aparecidos?
Y cerrando los ojos, intentó dormir...: pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y rebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento.
El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas de aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, y otras distantes, doblaban tristemente por las ánimas de los difuntos.
Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin, despuntó la aurora. Vuelta de su temor entreabrió los ojos a los primeros rayos de la luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, tendió una mirada serena a su alrededor, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto, sangrienta y desgarrada, la banda azul que fue a buscar Alonso.
Cuando sus servidores llegaron, despavoridos, a notificarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que por la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Animas, la encontraron inmóvil; asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros, muerta, ¡muerta de horror!
IV
Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de Difuntos sin poder salir del Monte de las Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas terribles. Entre otras, se asegura que vio a los esqueletos de los antiguos Templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa y pálida y desmelenada que, con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
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